Muchos veranos como éste que ya agita su pañuelo y se despide, quedarán en la memoria de más de uno que no soy yo, el oír un nombre que por derecho se escuchaba, prendido en el aire, con el mismo soniquete y a las mismas horas, día tras día y mes tras mes, durante mucho tiempo.
Más de una docena de años han ido pasando para la niña Rosa, desde que su nombre se repitiera por su madre cada atardecer sin faltar uno, hasta que la niña de aquellos entonces aparecía en la esquina del jardín, a contestar a su madre con su alargada queja adolescente:
- ¡Quéeee....... mamáaaa!.
Rayando la hora del noticiario televisivo, su madre salía al balcón, con su melena rizada y su cigarrillo rubio humeando entre sus dedos, echaba un vistazo a los que niños jugaban por abajo y como de costumbre, su niña Rosa no estaba entre ellos.
Cada día arañaba todos los minutos que podía a su madre, en el afán de aumentar su tiempo de asueto, pero la madre no cedía ni un sólo segundo y fiel a su costumbre obligaba sin querer a su madre a llamarla una y otra vez a grito pelado, hasta que aparecía.
Se hizo una costumbre asociar la hora de cenar a las llamadas de la madre a su niña, junto con las protestas airadas de Rosa y la resignación de los vecinos del lugar.
La madre se iba poniendo nerviosa, cada anochecer en su balcón, porque la niña Rosa se le fue encarando y su docilidad acabó por desaparecer.
Dio paso a su adolescencia complicada, a los gritos acostumbrados entre las dos, la una arriba y la otra abajo y a nadie se le ocurría hablar, pendientes de la escena diaria, casi graciosa al vecindario, en el silencio del patio o detrás de unas cortinas .
- ¡Rosaaaaaaaa, que subas he dicho!,
-¡ Mamá que aún es prontooo, que noo!,
- ¡Mira niña, no me hagas bajar, mira que bajo, ehh!,
- ¡Ohú, omáaa, siempre igual!.
Al rato se oía a la madre batir enérgica mente los huevos para la tortilla de patatas familiar, golpeteando con ritmo el tenedor contra el plato, mientras seguía gritando a la niña ya en casa para que aligerara con la ducha y que estaba muy cansada de tanto bregar con ella y con la vida.
Luego de ésto, reinaba un oportuno y ansiado silencio y cada uno seguía ya a lo suyo.
La niña Rosa no era amante de los libros, ni de ir a la escuela, más bien le preocupaba su larga melena castaña y tontear aquí y allá con los muchachos del barrio.
Su mirada era huraña, como si estuviera enfadada con el mundo, hasta que el director de colegio le recomendó a su madre que mandara a su hija a aprender un oficio, porque las letras y los números no eran lo suyo.
No le debió ir muy bien a la niña Rosa y probó varios trabajos temporales, mientras se iba haciendo una mujer y la madre encanecía sin remedio aquellos rizos cordobeses, envidia por cierto de muchas vecinas.
Pero la madre no salió más al balcón a decirle que subiera volando a casa, Rosa trabajaba y se había hecho mayor.
Un día paseando por unos jardines del centro la vi y me vio, hacía mucho tiempo que le había perdido la pista.
No la había reconocido sin su larga melena, estaba recogiendo las hojas amarillentas de los jardines, enfundada en un mono color verde del Ayuntamiento y me quedé sorprendida, nunca la imaginé en un trabajo así, con lo estirada que era la madre.
Primero agachó la mirada casi con vergüenza y luego me miró esperando mi respuesta, pero no le dije nada, le sonreí y seguí mi paseo sin volver la cabeza.
Desde ese día, pasaron otros más y cuando me la encuentro y me mira, ahora me sonríe y yo sigo sin decirle nada, pero le devuelvo la sonrisa.
Inevitablemente al acercarse las nueve de la noche, aún espero con nostalgia volver a oír a su madre llamarla, pero a esa hora Rosa ya está en casa y su madre ya no tiene que llamarla.
Más de una docena de años han ido pasando para la niña Rosa, desde que su nombre se repitiera por su madre cada atardecer sin faltar uno, hasta que la niña de aquellos entonces aparecía en la esquina del jardín, a contestar a su madre con su alargada queja adolescente:
- ¡Quéeee....... mamáaaa!.
Rayando la hora del noticiario televisivo, su madre salía al balcón, con su melena rizada y su cigarrillo rubio humeando entre sus dedos, echaba un vistazo a los que niños jugaban por abajo y como de costumbre, su niña Rosa no estaba entre ellos.
Cada día arañaba todos los minutos que podía a su madre, en el afán de aumentar su tiempo de asueto, pero la madre no cedía ni un sólo segundo y fiel a su costumbre obligaba sin querer a su madre a llamarla una y otra vez a grito pelado, hasta que aparecía.
Se hizo una costumbre asociar la hora de cenar a las llamadas de la madre a su niña, junto con las protestas airadas de Rosa y la resignación de los vecinos del lugar.
La madre se iba poniendo nerviosa, cada anochecer en su balcón, porque la niña Rosa se le fue encarando y su docilidad acabó por desaparecer.
Dio paso a su adolescencia complicada, a los gritos acostumbrados entre las dos, la una arriba y la otra abajo y a nadie se le ocurría hablar, pendientes de la escena diaria, casi graciosa al vecindario, en el silencio del patio o detrás de unas cortinas .
- ¡Rosaaaaaaaa, que subas he dicho!,
-¡ Mamá que aún es prontooo, que noo!,
- ¡Mira niña, no me hagas bajar, mira que bajo, ehh!,
- ¡Ohú, omáaa, siempre igual!.
Al rato se oía a la madre batir enérgica mente los huevos para la tortilla de patatas familiar, golpeteando con ritmo el tenedor contra el plato, mientras seguía gritando a la niña ya en casa para que aligerara con la ducha y que estaba muy cansada de tanto bregar con ella y con la vida.
Luego de ésto, reinaba un oportuno y ansiado silencio y cada uno seguía ya a lo suyo.
La niña Rosa no era amante de los libros, ni de ir a la escuela, más bien le preocupaba su larga melena castaña y tontear aquí y allá con los muchachos del barrio.
Su mirada era huraña, como si estuviera enfadada con el mundo, hasta que el director de colegio le recomendó a su madre que mandara a su hija a aprender un oficio, porque las letras y los números no eran lo suyo.
No le debió ir muy bien a la niña Rosa y probó varios trabajos temporales, mientras se iba haciendo una mujer y la madre encanecía sin remedio aquellos rizos cordobeses, envidia por cierto de muchas vecinas.
Pero la madre no salió más al balcón a decirle que subiera volando a casa, Rosa trabajaba y se había hecho mayor.
Un día paseando por unos jardines del centro la vi y me vio, hacía mucho tiempo que le había perdido la pista.
No la había reconocido sin su larga melena, estaba recogiendo las hojas amarillentas de los jardines, enfundada en un mono color verde del Ayuntamiento y me quedé sorprendida, nunca la imaginé en un trabajo así, con lo estirada que era la madre.
Primero agachó la mirada casi con vergüenza y luego me miró esperando mi respuesta, pero no le dije nada, le sonreí y seguí mi paseo sin volver la cabeza.
Desde ese día, pasaron otros más y cuando me la encuentro y me mira, ahora me sonríe y yo sigo sin decirle nada, pero le devuelvo la sonrisa.
Inevitablemente al acercarse las nueve de la noche, aún espero con nostalgia volver a oír a su madre llamarla, pero a esa hora Rosa ya está en casa y su madre ya no tiene que llamarla.