El amor de Celia y Tomás se selló con mil besos, uno tras otro, día tras día.
Juntos, con Ana su hija, fueron construyendo un amor sólido.
Nació sin su permiso, enmedio un mediodía claro, al entrar en un mismo bar y unió el corazón de Celia al de Tomás, para siempre.
El joven enamorado se trasladó a vivir a la ciudad de Celia y abrió un despacho de abogados, en una calle céntrica de Murcia.
Alcanzó un prestigio sobresaliente en los bufetes y juzgados y ello les permitió tener una vida acomodada y tranquila.
Celia, la dulce Celia, cuidó hasta el final de sus días a su madre, con el amor que le profesaba como hija y le hizo el regalo más maravilloso que pudo soñar, esa nieta rubia y de ojos azules como el cielo: Ana.
Vivieron los cuatro juntos, y la madre de Tomás se unió a la familia enseguida, por expreso deseo de los dos enamorados.
Hizo María, una amistad fraternal y cómplice con la madre de Celia y paseaban juntas, cuidando al alimón a su querida nietecita.
Compatieron todo juntas, testigos del amor de sus dos hijos, en una preciosa casa, en las afueras de la ciudad, sita en una urbanización elegante, hasta el fin de sus días.
Celia quiso que todas sus mañanas tuvieran un trozo de cielo al alcance de sus ojos. Sentarse en el césped del jardín, con los amores de su vida, a seguir contemplando las nubes, entre beso y beso.
Ana creció con mucho amor, rodeada de sonrisas y ternura, con sus dos abuelitas que la adoraban y consentían todos los caprichos, sin dejar a un lado la disciplina y los valores que inculcaran, de igual manera, a sus hijos Celia y Tomás, en sus infancias respectivas.
Unieron sus vidas Celia y Tomás, prometiéndose un amor para siempre y alimentarlo a diario sin desfallecer.
Las madres de los novios lloraron emocionadas, el día de la boda, mientras se abrazaban como hermanas, henchidas de felicidad, con el mar Mediterráno al fondo, como rúbrica de aquel ágape nupcial.
Y... el relojito de plata antigua, marcó muchas horas, todas ellas del amor de la pareja, en la muñeca de Celia.
Fué la excusa perfecta para Tomás, cuando tenía miedo de amar a Celia un mediodía.
Sería siempre el testigo silencioso, afanándose en seguir con su tictac, emulando los latidos de los corazones de aquellos dos enamorados.
Juntos, con Ana su hija, fueron construyendo un amor sólido.
Nació sin su permiso, enmedio un mediodía claro, al entrar en un mismo bar y unió el corazón de Celia al de Tomás, para siempre.
El joven enamorado se trasladó a vivir a la ciudad de Celia y abrió un despacho de abogados, en una calle céntrica de Murcia.
Alcanzó un prestigio sobresaliente en los bufetes y juzgados y ello les permitió tener una vida acomodada y tranquila.
Celia, la dulce Celia, cuidó hasta el final de sus días a su madre, con el amor que le profesaba como hija y le hizo el regalo más maravilloso que pudo soñar, esa nieta rubia y de ojos azules como el cielo: Ana.
Vivieron los cuatro juntos, y la madre de Tomás se unió a la familia enseguida, por expreso deseo de los dos enamorados.
Hizo María, una amistad fraternal y cómplice con la madre de Celia y paseaban juntas, cuidando al alimón a su querida nietecita.
Compatieron todo juntas, testigos del amor de sus dos hijos, en una preciosa casa, en las afueras de la ciudad, sita en una urbanización elegante, hasta el fin de sus días.
Celia quiso que todas sus mañanas tuvieran un trozo de cielo al alcance de sus ojos. Sentarse en el césped del jardín, con los amores de su vida, a seguir contemplando las nubes, entre beso y beso.
Ana creció con mucho amor, rodeada de sonrisas y ternura, con sus dos abuelitas que la adoraban y consentían todos los caprichos, sin dejar a un lado la disciplina y los valores que inculcaran, de igual manera, a sus hijos Celia y Tomás, en sus infancias respectivas.
Unieron sus vidas Celia y Tomás, prometiéndose un amor para siempre y alimentarlo a diario sin desfallecer.
Las madres de los novios lloraron emocionadas, el día de la boda, mientras se abrazaban como hermanas, henchidas de felicidad, con el mar Mediterráno al fondo, como rúbrica de aquel ágape nupcial.
Y... el relojito de plata antigua, marcó muchas horas, todas ellas del amor de la pareja, en la muñeca de Celia.
Fué la excusa perfecta para Tomás, cuando tenía miedo de amar a Celia un mediodía.
Sería siempre el testigo silencioso, afanándose en seguir con su tictac, emulando los latidos de los corazones de aquellos dos enamorados.
** Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. **
Cayo Cornelio TácitoP.d. Este relato está dedicado a tod@s vosotr@s, mis querid@ss lector@s que, día a día me alentásteis a escribir y continuar este relato, con mi imaginación y vuestro apoyo tan especial para mí.
Que no me deja comentar, algo pasa. A ver ahora.
ResponderEliminarTe decía que yo te mato, jajaja, porque me has hecho llorar con este final tan dulce y tan monísimo como yo quería.
Que ya está bien de problemas y desgracias en la vida real, por eso deseaba yo un final así.
Besos, guapa, luego vengo a saborearlo otra vez.
Uy tambien digo ufffffffff que ilusion, final feliz besos
ResponderEliminarAy qué puñetera eres, jajaja. Lo de puñetera no lo va a entender nadie pero tú sabes por qué.
ResponderEliminarLo dicho, precioso y lo has bordado con la cita final.
Besos
Inés:
ResponderEliminarA veces, desearía que mis dedos acariciasen las teclas, ajenos a mi cerebro. Que esculpiesen en la pantalla sentimientos que, a otros ojos , a ajenas miradas incluso, empapen sin saturar jamás. Que consiguiesen completar la partitura que a cada uno les suene distinto y delicadamente íntimo. Retazos volátiles. Ternura deseada, si no vivida.
Así, al menos, conseguiría rondar el aroma de tus pisadas.
Un placer leerte. Percibirte, una satisfacción.
Mariza en Chuva más que cantar, regala ternura.