Paula, aún convalenciente volvió al lugar del que se había despedido, meses atrás, su casa.
Nadie le preguntó los porqués de su intento , interesaba más que se recuperara físicamente. Tiempo habría más adelante de hablar de ello.
En cierto modo, había sido un milagro que salvara su vida.
Así fué comentado por propios y extraños, refiriendo la recuperación que comprobaban, cuando íban a visitarla en su convalecencia.
Fué lenta, muy lenta, todo el mundo se volcó con ella.
Parecía una niña pequeña, aceptando los cuidados y cariño de cuantos la rodeaban.
Sus padres la protegieron más a partir de aquel suceso, con el dolor de no haber sabido ayudarla.
Tuvo unos años, los siguientes, delicados y monótonos.
Su vida no era la de una mujer de su edad, salía poco y siempre íba acompañada, a los recados cotidianos de un hogar.
Mejoró con el tiempo, no totalmente, era imposible, pero tenía una vida por delante y su tristeza se fué disipando, aunque no su timidez.
Y la vida quiso que su primer amor, el de los besos a escondidas y el que "no convenía", volviera a su vida.
Puede que ella lo buscara, que tuviera noticias y que forzara un encuentro casual, con una rosa en el sillín de la moto, con la que se desplazaba.
Así lo contó a sus hermanas, que se sorprendieron mucho, al saberlo.
Paula recuperó su alegría y su amor con él. Sus padres aceptaron con ciertas reservas, su relación tan repentina.
Lo que su hija decía, estaba bien.
Quería a ese hombre, no había más que mirar el brillo de sus ojos, para saberlo.
Él parecía sentir lo mismo y decidieron casarse.
Era la ilusión de toda su vida. No tenía más meta que aquella, casarse, como sus hermanas y por fin la cumplía, después de tantos años.
Un enlace íntimo y familiar selló el amor de la pareja, que comenzaba una nueva vida, por fin.
Paula concibió enseguida una hermosa niña, que descubrió una faceta hermosa en su corazón, la de ser madre.
Se volcó por completo, de la mejor manera que sabía en su niña, tanto, que su matrimonio hizo aguas enseguida.
Un amor construído con los recuerdos adolescentes, no era un amor ni maduro y ni pleno.
O el no la quiso como debió quererla. No supo cuidar de las dos.
O no era esa vida, la que él apetecía.
Tomaron pues, caminos diferentes y Paula se quedó con su hija, que era la razón de su vida.
Rozaba ya los cuarenta años, su hija tenía dos y se criaba con salud, con las travesuras típicas de la infancia.
Fué una época dulce y sosegada para toda la familia, que la apoyaba en todo.
Paula tenía una cuenta pendiente con su alma, aquella no la había tratado, ni curado y era sólo exclusivamente algo que debía resolver ella.
La miraba embobada, en sus sueños de ángel, durmiendo plácidamente.
Una y mil veces revisaba sus sábanas perfumadas, sus manos regordetas, su pelo brillante, descansando revuelto, sobre la mullida almohada de su cuna.
Escuchaba el más mínimo gemido de atención, de su princesita y acudía solícita a sus llantinas, con el miedo de una madre inexperta.
Dentro de sus impedimentos lógicos, fué la mejor madre para Cora, que pudo ser.
Sus primeros pasos, constituyeron todo un acontecimiento para la familia, junto con el primer diente y su primer día de colegio, posteriormente.
Babi de piqué, de cuadros rojos y blancos, perfectamente planchado, su mochila de dibujitos infantiles, sus zapatitos relucientes, dieron la bienvenida al mundo escolar de Cora.
Lloró cuando perdía a su madre de vista, contagiada con los llantos inconsolables de otros niños, mientras la maestra recibía a más compañeros, con una franca sonrisa, sin hacer caso a los llorones.
Cora cantó y jugó, a días.
Otros, dibujó con pinturas de agua y sus manos, casitas y soles, árboles y mares, azul turquesa.
Se inició en el uso del lápiz, con mucho entusiasmo, garabateando mil formas sugerentes, transformando su cara seria de niña, en un rictus angelical.
El dibujo, siempre sería lo preferido por la hija de Paula, más que los libros u otras materias escolares y lúdicas.
No manifestó Cora, gran interés en sumar números, ni en saber el porqué, de muchas cosas interesantes, para los demás compañeros, que explicaba la maestra.
Sólo queria sus pinturas de cera, su folio en blanco y aislarse en su mundo de mil formas y colores.
Veía poco a su padre. Siempre acababa recriminando a Cora, su falta de atención en el colegio, sus rabietas y caprichos en la calle y la poca autoridad y educación recibida por su madre.
Con el tiempo su comportamiento escolar, se agravó seriamente.
Cora causaba muchos problemas, su madre no sabía cómo resolver su obstinación y el Centro, comunicó los hechos al padre de la niña.
Sólo cuatro meses y con desgana manifiesta, se hizo, su padre, cargo legal de Cora, después de reclamar su tutela e inhabilitar a su madre, por sus hechos pasados y por el bien de la menor.
No imaginaba que el ser padre era tan agotador y tan costoso, en tiempo y dinero.
Cora no mejoraba de actitud, no aprovechaba sus clases, se peleaba mucho en el patio del colegio.
Debatía en su interior, elegir entre el amor a su madre y la necesidad de la figura paterna como referente.
No entendía nada de lo que pasaba y siempre estaba enfadada.
Y el padre renunció, a su derecho de cuidarla y educarla, en un arrebato de cobardía, con excusas irrisorias, ante el juez.
La suerte de Cora corría un serio peligro y ella tan ingenua como niña, no era culpable, ni consciente de las leyes y normas de los adultos.
¡Sólo quería colorear!.
Paula escuchó el timbre de la puerta, repiqueteando insistente, mientras enjabonaba los tazones y cucharas del desayuno.
Se apresuró a secar sus manos y abrió la puerta, para salir de dudas.
El cartero le entregó una carta certificada, en la que rezaba claramente la sentencia del juez, con respecto al futuro de Cora.
No hubiera querido leer nunca esa noticia, pero el día había llegado y ella no podía hacer absolutamente nada.
Le consolaba que tenía el apoyo total de su hermana, que adoraba a su querida hija.
Le había explicado, de la mejor manera, aguantando las lágrimas, que era lo mejor para Cora.
Todo, antes que la niña fuera a un hogar o institución extraños.
Sería una hija más, entre los suyos, si Paula aceptaba. Y en el comunicado, la decisión del juez, la menos mala para su hija, rezaba favorablemente para su hermana.
No sabía lo dura que sería la vida sin ella.
Ignoraba, que una parte de su corazón, sería cercenada para siempre.
No la vería crecer, posiblemente, pero su mente no alcanzaba a predecir los dulces momentos, por llegar, de su adorada Cora, arrancados de cuajo por la justicia.
Dijo que sí , con resignación y tristeza a la nueva vida de su hijita, lejos, muy lejos, de su ciudad y de ella misma.
Cora aceptó con alegría ir a su nuevo hogar, tendría una hermana, su prima y eso le encantaba.
En su cabecita de niña, no podía ni suponer, lo duro que sería no ver, en su nueva madre, la cara de quien le diera la vida.
Paula aprendió con los años a entender que, su niña tenía una familia que la quería por ella y con ella y a vivir sin su presencia, por el bien de las dos.
Cora le escribía unas cartas llenas de amor y dibujos de colores, a su madre del alma.
Se las aprendió casi de memoria, pero aún así, paseaba su lectura por las derechitas redondillas, que siempre le sabían a poco, como los helados de vainilla.
Los días de Paula, sus años, siguieron sucediéndose despacio, cuidada por su madre y dándole su compañía.
Todas las mañanas contemplaba con avidez, las fotografías de su hija, una a una, que mostraban el paso del tiempo, en su cuerpo y su sonrisa.
Su mente y su corazón siguieron viviendo sosegados, con la esperanza de volver a ver, algún día, a su querida hija.
Cora, a sus catorce años es toda una mujer, es feliz y nunca olvidará a su mamá.
Paula, sigue soñando en su propio paraíso.
Cada mañana, suspira todo. Cada tarde, llora un ratito, con las pocas lágrimas que le quedan, añorando al amor de sus amores, su princesa.
Y cada día, es uno menos para abrazar a su delirio, que la espera paciente.
Quiere convertirla, para siempre, en una niña con sonrisa de ángel.
Fin