Los gorriones son una constante en mis mañanas con sus trinos imperfectos y alocados.
Me atrapa su presencia y me conmueve su vida y su estancia en el árbol próximo a mi ventana enrejada.
Siempre quise ser un gorrioncillo volandero, pero no pude, nací mujer y no ave de paso.
Me paso horas, días y semanas, tratando de llegar a comprender el sentido de su efímera existencia.
No quieren vivir conmigo, pero tampoco se alejan mucho y suelen revolotear cada mañana debajo de mis ventanas.
No se resisten, eso sí, al picoteo de las migas de pan húmedas que les brindo, aún no siendo su alimento preferido, sé que vienen, pero lo hacen cuando quieren ellos, no yo.
Sólo espero agazapada y espectante en mi ventana y en pocos minutos, uno de ellos, en un vuelo rápido y certero planea sus enérgicas alitas hasta donde quiere llegar.
No se coloca enseguida ante la miga más jugosa , no. Se posa en el suelo y a saltitos ojea el alimento desperdigado en el asfalto.
Parece que elige el mejor bocado, mientras mira a los lados, como si hiciera señales con su cuerpo a los otros, los que aguardan en las ramas.
Decide cual llevarse en su pico y emprende un vuelo rápido de vuelta hacia el nido.
No son pajarillos vistosos, su plumaje desvaído, en tonos marrones y grises, no llama la atención por su belleza, como el de otras aves engalanadas de bellos colores, ni tampoco sus trinos son armoniosos al oído.
No compiten entre ellos con gorjeos continuados y melodiosos, para atraer a la hembra elegida, creo que no lo necesitan.
Pero sí sé que, entre ellos hay ciertas jerárquias, que no acierto a entender y que les obliga a unos a esperar y a otros a asumir la iniciativa.
Suelen ocupar las ramas de los árboles o los aleros próximos a mi casa. Sin aparente criterio y con descaro se instalan y no buscan problemas con habitantes de otras especies, las golondrinas o las palomas.
Tampoco sé cómo eligen la rama perfecta, donde construir el nido para su prole venidera.
Suele tener forma de colador semiesférico, con entrada lateral, supongo que por comodidad, cuando agotan su vuelo y vuelven.
Son grandes rastreadores, buscan pajas secas que están desperdigadas al pie de árboles próximos, aprovechan los palitos de madera, cordones, pelo de animales e incluso pedacillos de tela.
Con todo estos elementos, van formando primorosamente el sólido armazón de su habitáculo.
Cubren todo con plumas desprendidas de su cuerpo, propias o ajenas y mullen con sus patas lo que será el lugar de su puesta.
El número de huevos varía de tres a seis huevos, así como su tamaño y colores, dependiendo, probablemente de su alimentación dispar.
Las tonalidades de su frágil cáscara varían, desde el azul aturquesado o verdoso, al rojizo o gris, liso o pintado, aunque ello no exime de algún que otro huevo blanquecino.
La hembra asume total y exclusivamente el tiempo de la incubación y durante doce o catorce días no se mueve apenas del nido.
El macho es el encargado de traer comida entonces a la madre de las crías, desnudas de plumas y ciegas, cuando eclosionan los huevos.
Y la pareja de gorriones se afana por igual para alimentar a sus polluelos hambrientos, hasta veinte veces por hora.
Regurgitan de su buche los insectos o grano, que nutrirán con creces los picos abiertos de sus polluelos, hasta que inicien sus primeros vuelos.
La vida de los gorriones varía dependiendo de muchas cosas, principalmente de no ser apresados por el hombre y de que haya alimento cerca del nido, aunque he visto muchas crías caerse de los nidos, quizá por curiosidad o tal vez por calcular mal sus primeros aleteos.
Más de uno recogí yo del pie del árbol. Intenté darles alimento en mi casa, con mimo y constancia, pero no resultó. No prosperaron en cautividad, por mucho que yo me empeñara en cuidarlos y murieron.
Suelen vivir unos veinte meses, pero pueden alcanzar hasta los doce años de vida en condiciones ideales.
Su aspecto a mis ojos es tierno y vivaracho, pero son desconfiados por naturaleza y no se mezclan conmigo.
Libres nacieron y libres mueren.