30.1.11

* La hora del timbre *

Ya tomé mi café, frío y de ayer.
Lo hice ayer tarde, se me olvidó en su jarrita de cristal y me da pena tirarlo.
Recuerda que ayer te dije que mis días nunca son iguales y hoy el sol no me despertó.
Se acostó a mi lado y veló mi sueño un rato más, confundiéndose entre mi pelo.
Me notaría cansada del trasiego de ayer noche y me concedió licencia, para muchos prohibida, de amanecer a las horas que son.
Un timbre, el de la puerta, me reclamó a la vida de súbito, con un vuelco del corazón, asustado por el repiqueteo insistente.
Era una muchacha joven, de negras trenzas ensortijadas y con un aroma a mora dulzona, que apareció al abrir la puerta y dispuesta a venderme con energía algo, que no supe qué era.
Daba vueltas a lo mismo, una y otra vez, con preguntas atropelladas y sin piedad, taln y como estaba enseñada.
Le sonreí diciéndole que no era un buen momento para mí. Que lo sentía, pero que eran malos tiempos para contratos, cambios y ofertas maravillosas.
Extendió la muchacha su mano, como en un pacto de caballeros. Alargué la mía, confundida, estrechándo la suya levemente y suspirando se dió la media vuelta, desapareciendo por el corredor, en busca de más suerte, que yo le deseé, con un hilo de voz.
Me quedó un regustillo amargo, era joven y merecía más atención, pero me indispuso un poco, con su actitud nerviosa y poco clara.
Me urgía la cita diaria con mis gorriones, que ahora mismo pelean por las migas de pan, troceadas con mimo, antes de la hora del timbre.
Siempre me encantaron los pájaros, desde mi más tierna infancia, absorbían mi atención, con sus saltitos y picoteos insistentes, en la tierra, buscando algo con qué alimentarse.

Mis recuerdos de niña, son vagos y pocos, las fotos de aquel álbum de piel verde, me ayudan a verme como era en mi infancia.
Fueron días de frío, mucho frío, acompañando a la  nieve blanca y suave, que pisaba con mis botas azul marino, de caña alta.
Tapadita por los fríos, caminando de la mano y con ilusión por aprender a leer deprisa, mucho y bien.
Paseos por el parque, con mis hermanos y hermanas y mucha luz en el verano suave.
Risas, carreras, arañazos en las rodillas, juegos de niños, en los que me afanaba en ganar, con verdadero ímpetu.
El sabor de la vainilla, en los helados, fué el mejor descubrimiento de mi infancia.
Con verdadero deleite y ternura, endulzaron mis veranos de niña.
Aquel carrillo de ruedas desvencijadas, que escondía dentro varias barras de helado, era enfriado a la antigua usanza, con bloques de hielo, brillantes y azules.
La señora que nos llamaba alegre: - ¡Al rico helado! , con su delantal níveo y almidonado, generoso en puntillas y su mejor sonrisa, como reclamo.
El rito de sacar la barra de helado en una "L" metálica y plana.
Las galletas de oblea para sostenerlo  inmantaban mis ojos, en el afan del "corte" que nos ofrecía, uno a uno.
Un cuchillo plano, con empuñadura de nácar, largo y romo, que medía el grosor, según precio, del festín que me esperaba, algún domingo que otro.
Vainilla, fresa, nata o los tres.
Helados de mi infancia, qué lejos queda todo y qué ricos sabían.
¡A gloria bendita, como mi niñez!.


3 comentarios:

  1. Todo pasa Ines pero cambia de helado y veras lo deliciosos que estan. Besos

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  2. Que lindos recuerdos Inés
    Es increíble , como uno , guarda en la memoria, como un tesoro, sabores y olores, que percibimos en épocas felices...
    Un beso, Scarlet2807

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  3. Inés, te cuento una historia breve acerca de helados. De niño tenía yo una tía muy joven, algo así como 20 o menos años. En verano, salíamos a pasear los dos y si me negaba un helado, la amenazaba : Si no me compras uno, entonces creeré que los Reyes Magos no existen y a los niños no los trae ninguna cigueña de Paris....jajajajaajaj.....¡Callate! decía....de que gusto preferís????

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