28.4.11

* Mediodía * ( 15 )

Ana, dió a su abuela unas ganas de vivir inusitadas, renaciendo el instinto maternal, adormecido en su corazón años atrás, cuando Celia se independizó de su madre.
La miraba  mil veces, con amor infinito, mientras dormía como un ángel, en su moisés de mimbre.
Ella misma lo había  vestido primorosamente, en piqué blanco y le entrelazó unas cintas anchas, en seda rosa, rematadas por unos lazos zapateros, a ambos lados del capacho.
Se repetía una y mil veces a sí misma, el nombre  de su nieta Ana, acariciándolo entre susurros de felicidad infinita.
El amor que  profesaba a la hija de su hija, era el culmen de sus deseos, en el declive de su vida. 
Su carita tenía la suavidad de la seda, sus labios gordezuleos esbozaban una sonrisa, entre sus sueños de niña. El pelo dorado como la miel, era exacto al que recordaba, cuando ella misma fué madre de Celia.
Era una niña mucho más bonita de lo que había imaginado y pensaba malcriarla, con mimos y regalos. Aquellos ojos azules como el cielo, que la miraban al despertar con la toma de su alimento, jamás verian una negativa de los labios de su abuela.
Madre e hija se acostumbraron a dar largos paseos, puntualmente cada tarde en sus primeras horas, para que la preciosa Ana tomara sus rayos de sol, sin peligro alguno.
Todo le parecía poco para su nieta, otro sonajero de plata más, por si lloraba de noche. Unos zapatitos de  piel de cabritilla cremas, de primera postura, del color que le combinara mejor con su jersecito de perlé.
O, incluso un faldón de  organdí , con canesú de encaje valencié.
No podía resistir la tentación de entrar a la boutique infantil  y después de elegir entre unas cuantas prendas, salía tan contenta como una adolescente del comercio y le mostraba a Celia su último antojo, para la nieta de su alma.

Tomás no podía dejar de pensar en Celia, en muchos momentos de su día, a pesar de que su trabajo le sumía en una dinámica estresante.
Cada noche fiel a su cita en su sillón  de piel, sito en su salón, al agotar las últimas horas del día, ella aparecía en su memoria, bella y majestuosa, como la tuvo entre sus brazos y una tristeza almibarada, invadía su alma.
Se preguntaba, mientras se atusaba el pelo hacia atrás, qué sentía por Celia, si  ella le habría olvidado y por qué las cosas tuvieron que ser así y una suave aflicción se dibujaba en su alma, de nuevo.
Y de pronto se acordó del reloj  de Celia, quiso saber si ella lo había recogido.
Tomó el teléfono y llamó a la recepción del hotel. Una voz joven al otro lado del auricular, le informó que seguía depositado en el cajón y que podía disponer de él, ya que nadie lo había reclamado y si era su deseo, podía recuperarlo.
Resolvió no atormentarse más y acabar con aquel sufrimiento que le embargaba día tras día.
En sus inminentes vacaciones de navidad, volvería a aquella ciudad, al hotel  donde se alojó, recuperaría el reloj de plata antigua, lo único que podía tener de la dulce Celia.
Pasearía de nuevo por aquel parque, donde la besó con devoción. Intentaría también, encontrar esa dirección que le indicó el taxista, anotada celosamente en su agenda personal. Cabía la remota posibilidad de encontrarla y al menos, verla de lejos, saber cómo le iban las cosas, no pedía más.
Su pecho se inundó de impaciencia, de un sentimiento que pedía volar libre y anidar en  los besos de aquella  mujer a la que, decididamente, amaba con locura.

Continuará...


1 comentario:

  1. Ay qué monada, es que te prometo que soy capaz de imaginarme a esa monada de niña y de oler a bebé con la descripción tan buena que haces.

    ¿Me estoy poniendo ñoña?, me temo que sí.

    Besos, guapa.

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