23.5.11

* La mano amiga *


Pudo existir hace tiempo, mucho tiempo,  una muchacha con cabellos del color del sol a media tarde, que gustaba de pasear por un bosque de eucaliptus y senderos estrechos, rodeando a su palacio, en la cima de un recóndito lugar de un país muy bello.
Paseábase sola, cuando su aya  se mecía dormitando con el vaivén de la desvencijada hamaca,  luego de tomar tomado un té de hierbas, con unas gotitas de una bebida espirituosa.
La joven, aprovechaba cualquier descuido para escudriñar los rincones que por prohibidos, tenía, haciendo caso omiso a sus mayores.
Tomaba siempre el mismo camino, con unas sandalias de cuero marrón, anudadas a sus tobillos.
Apenas dejaban huellas de sus pasos, ello le facilitaba ser tan sigilosa como los ciervos, que la veían pasar, mientras rumiaban pacientemente hierbas frescas a placer, sin inmutarse y a su paso.
Aquella mañana era fresca, quizás debió ponerse un chal sobre sus livianas ropas de lino color esmeralda, pero su prisa por aspirar el perfume de las flores le impedía caer en esos pormenores, nada comparables a la tibieza del prado, donde se tumbaba , sin más, observando cómo pasaban perezosas las nubes, deshilanchándose ante sus ojos curiosos.


Un cirro anacarado pasaba lentamente sobre su cabeza,  perdiendose a lo lejos, para dar paso a un claro azul, en el que se sumían sus sueños, su mirada y sus miedos.
Quedóse dormida bajo los tibios rayos del sol, que acunaban su descanso, protegida por el valor de su inconsciencia y se abandonó en sueños de color pastel.
En tal ensueño, el bosque que la envolvía, silenció el crujir de las ramas secas, amainó la brisa que serpenteaba cerca del arroyuelo, enmudecieron los pajarillos y las flores palidecieron de repente.
Todo quedó callado, menos el profundo sueño de la muchacha, quien ajena a todo, volaba feliz en sus sueños de princesa, surcando al cielo en un columpio de guirnaldas de flores.
Una mirada de fuego avanzaba sin apenas sentirse, un paso, dos, nada...seguía, con un impulso desconocido, sin rumbo claro, pero obligado por su instinto.
Y, dormida como un ángel la vió. Semejaba a una aparición, tan dulce y tan bella, que sus ojos se abrieron aún más si cabe.
Tuvo miedo, por primera vez en su vida, ¡él un lobo fiero!, ante una mujer que ni siquiera había advertido su presencia.
Temió a una sensación interna que desconocía hasta ahora y que recorría sus venas, con ternura.
Era dulce y venía del corazón, quizás la recordaba de cuando era muy pequeño, pero era muy distinta y la bella dama la había producido.
La miró, con embeleso y sacudiendo su cabeza, se dió la vuelta el lobo de pelaje plateado y ojos de fuego y desapareció entre los árboles a toda prisa.


Algo hizo que, de súbito, la muchacha despertara de sus sueños de madreselva, con aroma de jazmines.
El chasquido seco de una rama, a lo lejos, incorporó su cuerpo, con el corazón en brinco.
Había pasado un tiempo, desde que sus ojos cerrara y era hora de volver, sin más dilación, mientras la tarde avanzaba sin piedad y feneciera en el horizonte de sus tiempos.
Atusó con destreza su melena, sacudiendo con cuidado su vestido, estiró brevemente su espalda entumecida y reeemprendió  el camino de vuelta, con desgana.
Faltaba de su alcoba y si la echaban de menos, a saber qué castigo le impondrían.
Un frío recorrió toda su espalda, era conocedora del castigo que le impondrían si era descubierta.
Sólo de pensarlo se estremecía y apretó el paso, con zancadas cuidadosas, sorteando lo difícil aquí y allá, hasta la vereda ancha, de la entrada del bosque.
Y llegó por fin, como un suspiro, a la puerta grande y de roble que seguía entreabierta, sin advertir que, tras  ella unos ojos de fuego, la seguían a lo lejos, con su centelleante mirada.
Supo el lobo plateado pues, dónde moraba la doncella, que había desaparecido de su vista  y quiso acercarse un poco más, para olisquear la huella de sus pasos y memorizar su aroma.
Algo que no manejaba , superior a su fiereza, le obligaba peligrosamente a avanzar hacia la joven.
Titubeando ganaba pasos, sin saber qué quería de ella y porqué.
Su instinto animal adormecido, daba paso a un interés por escudriñar los aledaños de su fijeza, desde que la viera.
Y el lobo tomó la noche como cobijo, guarecido entre su sinrazón y su fatiga, se acurrucó despacio como en ovillo, mimetizándose con su entorno y cerró los ojos en descanso e inmensa soledad.


Sabía el licopodio, que la noche cuajada de estrellas plata, (tintineando por turnos concertados), era fiel testigo de su descanso inquieto.
El hambre rugió en el fondo de su garganta, con la insistencia de tantas horas sin probar bocado y lentamente abrió sus brillantes ojos de ébano, en los que se reflejaba la redondez de la luna, por duplicado.
Se incorporó sobre su alzada, sacudiendo con energía su pelaje y llamó al vacío, con un largo lamento, recortando su rampante estampa bajo la luna.
Todo enmudeció de repente, en el bosque, tras su aullido, rasgado por el viento suave, que mecía a pájaros nocturnos y a ramas cimbreantes,a su paso.
Su apetito comenzaba a acuciar su temple y olisqueando con deleite rastros, guióse por su animal instinto, sin la parsimonia de otras veces.
Aligeró el paso, trotando suave sobre dos patas alternas, ante un novedoso y sutil aroma que inundaba su pituitaria, por completo.
Desconocía el paradero de tal manjar, con la continencia que le restaba, aspiraba y exalaba, inquieto, aquí y allá, desolado por la espera de la presa.
La tenía frente a sí.
Faltaba un breve espacio, para devorar con sus fauces esa pieza brillante carmesí, que le omnubilaba con su olor, a su apetito en desespero.
Sus belfos aguantaban apenas la saliva, que salía en hilillos transparentes, iluminando más si cabe, sus amenazantes colmillos en la noche.
Su hocico inquieto y húmedo tanteó primero la jugosa pieza, afanándose en tal festín, sin vigilar los aledaños.
Justo entonces un chasquido seco, dió paso a un dolor intenso e insoportable que recorrió su pata trasera, hasta sus pulsos.
Unos dientes de acero, cercenaron su libertad, inmovilizando al cánido sin compasión.
Herido en su orgullo y su fiereza, en su hambre pretenciosa y en su agonía, fué debilitándose en una dulce nebulosa, hasta la inconsciencia de su desmayo.



El pulso debilitado, por la herida que manaba su pata presa, era lo único que quedaba del argénteo lobo.
Sus gemidos lastimeros eran casi imperceptibles, al paso de curiosos pajarillos, que revoloteaban sin otra preocupación que saltar de rama en rama con sus trinos insistentes.
Las fuerzas le abandonaban lentamente, sintióse morir y su vida quedaría allí, sin más, por un enemigo que cercenó sus pasos y su libertad.
Era un día radiante y el sol se colaba por doquier, dotando a la hojarasca de un verde dorado casi cegador. Avanzó, como acostumbraba la muchacha, por la angosta senda, apartando aquí y allá, segura de saber por dónde íba, las ramas que se enganchaban en su vestido de lino rosado como un atardecer, en primavera.
Advirtió sorprendida que, el silencio reinaba en ese paraje, que se le presentaba por vez primera, ante sus ojos curiosos.
Se quedó paralizada cuando lo vió, no pensó en nada, la curiosidad era más fuerte que la cautela ante lo desconocido. Avanzó casi de puntillas, el lobo no hizo ademán de levantar su cabeza.
Agonizaba, agotado del dolor y la impotencia. Entreabrió un instante sus ojos, en un gesto de súplica a la bella mujer que le miraba, con infinita ternura y los cerró vencido.
No había tiempo que perder y resuelta, tomó el cepo y con gran cuidado liberó al animal que agonizaba.
Rasgó parte de su vestido con energía, envolviendo la herida con sumo cuidado, con el propósito de detener la hemorragia.
Pensó en contarlo, pedir ayuda, pero decidió callar, al menos de momento.
Sería un secreto entre ella y el lobo herido.



La muchacha se quedó mirando al lobo plateado, antes de regrasar a casa, como cada tarde, cuando el sol se acostaba en el rosa anaranjado del horizonte.
Su agitada respiración tornóse más pausada, como agradeciéndo la cura, sin entreabrir sus ojos de fuego.
La garganta estaba seca, exhalaba el calor interior que buscaba aire fresco, como paliativo a su sequedad inmensa. No tenía fuerzas, para siquiera erguirse, pero su boca ardía ante su impotencia, en desespero.
Y la joven volvió, provista de un cántaro de cobre patinado, con agua fresca, para que el lobo refrescara su angustia y su gaznate.
Humedeció primero su pañuelo y se lo acercó despacio, pasándolo suavemente por las comisuras resecas de su negro hocico, mientras el lobo se rendía , confiado.
Poco a poco volvió a la vida, con la paciente mano de esa mujer que, gota a gota, calmaba su acuciante sed, sabiendo que no debía darle demasiada, por su febril estado.
Cada día se reunía con el lobo, cambiando su vendaje con sumo cuidado, dándole de beber despacio, con la confianza de su mansedumbre y sin mediar palabra, hasta que una de las mañanas, el lobo despertó de su inconsciencia, mejorado.
De pronto, levantó su cuello, irguiendo su cabeza, entreabrió sus fulgentes ojos. Sus orejas cobraron de súbito toda energía, orientándose nerviosas a los sonidos del bosque, como en alerta.
Y haciendo un esfuerzo ímprobo, se valió de sus manos aún debilitadas, para desentumecer su lomo plateado, inmóvil durante esos días y quedóse sentado.
Alargó su ávida boca al cuenco, aún con agua y lamió, hasta agotar su contenido.
La oyó venir, a zancadas suaves, como días atrás, enervó sus orejas y esperó a que estuviera al alcance de sus ojos intrigados.
Era el momento en que, la fiera se miraría en los ojos de la dueña de aquellas manos, cuyo perfume tenía grabado en su memoria.
Clavó sus ojos centelleantes en los suyos, escudrinó el óvalo suave de su cara, contempló la sedosa melena de oro viejo y quedóse hipnotizado, como cuando cuando contemplaba la redondez de la luna.
Le dejó acercarse porque era ella. La que le rescató de una muerte segura, por nada a cambio.
E inclinó, a ras del suelo, su testuz de lobo manso, cuando ella pasó su mano con una ternura indescriptible, por la plata de su pelaje.



Los días, con sus noches claras íban pasando, mientras el lobo argénteo, con el mimo acostumbrado, era sanado de su pata, a la par que alimentado, por la bella dama.
Poco a poco sus energías volvieron a ser las de antaño, primero cojeando lentamente a tres patas, descansando del esfuerzo.
En días sucesivos, inicióse en breves paseos, apoyando la débil pata, de la que sólo quedaba una rosada cicatriz, como recuerdo de su fatal imprudencia.
Cada día, cuando el sol posaba sus cálidos rayos en su lomo, despertaba de improviso, abriendo en bostezo su potente mandíbula.
Enervaba su oído, orientando sus inquietas orejas, cuando olisqueaba en el aire el olor humano, de quien le salvara.
En un sólo movimiento se impulsaba, tomando sedente postura, con enérgicos movimientos pendulares de su altivo rabo.
Se acercó a la doncella, brincando a su alrededor, lamiendo el aire, mientras ladraba jubiloso, por la visita amiga desde el primer día.
Riéndose nerviosa por el jugueteo del cánido, desenvolvió el manjar que le traía y amorosamente, lo dejó en el suelo , apartándose para que lo engullera con la avidez propia de su raza licantropa.
Era el último día juntos, ella lo decidió aquella mañana de Junio, mientras se miraba al espejo, abstraída en sus pensamientos mudos.
El lobo no podría entenderlo, quizá con el tiempo o tal vez nunca.
Lo acarició por última vez con sus suaves manos de mujer, con una ternura infinita. Miróse en sus ojos de fuego, mientras las dulces lágrimas rodaban en silencio por sus mejillas de nácar, suspiró y besó la testuz del lobo, como último adiós y para siempre.
Él pertenecía al bosque, debía cazar su alimento, buscar una compañera de su especie, procurarse su cobijo, sólo, era su destino.
Ella debía volver a su vida, la que tenía, la que le esperaba, la que aún todavía estaba por llegar y por vivir.
Unas vidas acaban, para que otras comiencen.
Y la vida de sueños de mujer, de amores furtivos, de besos de almíbar y cielo, llamaba a su puerta, pidiendo su primer papel, como protagonista.

** Nota de la autora **:

Este relato, del que estoy especialmente orgullosa lo escribí, despacito muy despacito, hace ya un tiempo.
Me apetece compartirlo de nuevo con vosotros.




5 comentarios:

  1. Yo, que sabes que ya lo conocía, lo he leído si cabe con más agrado que la primera vez y, además, de un tirón en esta ocasión.

    Has hecho muy bien en ponerlo, es precioso.

    Besos

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  2. Muy bonito ines...gracias

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  3. Lo he vuelto a saborear tal y como tu lo escribistes , despacito.
    Lo habia leido una vez y me gustò ,lo he vuelto a reeler y me he deleitado.
    Besoss.
    Carmen=wpaa

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  4. Confieso que llegar aquí, en ocasiones, es como destapar una caja de sorpresas. Esta lectura, podría decir, sin ánimo de exagerar, desorbitar ni por supuesto, mentir, que por momentos, me transportó la imagen de un electroencefalograma. La laxitud del deambular de la protagonista termina en plácido sueño, mientras unos ojos en penumbra encaraman su atención. Recobrada la consciencia la dama, quien erra arrobado es el prendado. No extraña que yerre en su cuidado, ante la atrayente añagaza. El dolor es la consecuencia, la rabia el manifiesto. El azar liberador, alarga el valle, con regalados cuidados reparadores. Encumbrado nuevamente, por la grata vida de la que era partícipe, se dió cuenta el animal, que después de aquel beso, sería la ausencia su compañera. La núbil canéfora viviría, desde ese momento, donde siempre la espiamos los seres humanos, en nuestros sueños. Sugestivas subidas y bajadas en tu relato. Tu te sientes orgullosa de lo que escribiste, yo también del tiempo que le dedicaste. El resultado, nos acerca.

    Saludos lectores Inés.

    Steve Earle en Every part of me, me acompañó con su música.

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  5. Tienes una forma de escribir muy parecida a James O. Curwood, escritor del libro Kazán, perro lobo. Lo has leído? Si no es así leelo, te encantará :) En cuanto al texto.. ¡Qué obra de arte!

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